Tuesday, July 25, 2006

Un viaje corto

Terminé de trabajar y decidí tomarme un colectivo. Me acomodé en la parada, me ajusté el mp3 player y me dispuse a esperar tranquilamente y a disfrutar de la tarde. La parada estaba copada por compañeros de trabajo. La cola en un principio me resultó demasiado multitudinaria pero, cuando levanté la vista y vi que era el lugar de detención de más de una línea, ya no me pareció. Es notable como esa sucesión problema-explicación genera una satisfacción tan placentera. Más aún, el placer es mayor cuando el tiempo entre la comprensión del problema y la explicación es más largo. A los pocos minutos, y como suele suceder en la mayoría de los casos, llegaron dos colectivos. El primero en parar fue el que yo no estaba esperando y el segundo comenzó a detenerse atrás de éste y, aunque revisando el episodio ya no estoy tan seguro, repentinamente decidió retomar su rumbo dejándonos esperando. Miré al colectivo para ver si estaba lleno y empecé a recordar a toda la familia del chofer. Mi primera reacción fue no hacer nada y esperar a que algún integrante de la fila hiciera el arduo trabajo de intentar detenerlo haciéndole seña o de correr al colectivo para que pare. Las décimas de segundo pasaban y nadie hacía nada. Fue entonces cuando decidí tomar las riendas del asunto y levanté mi brazo derecho ferozmente para indicarle al colectivero que se detuviera. En ese instante una chica que estaba detrás de mí, viendo que yo no avanzaba hacia el primer colectivo, había decidido adelantarse por mi derecha. Sentí el golpe de su mandíbula inferior contra mi antebrazo y después sus dos manos agarrándose de mí para no desplomarse. No sabía como contenerla, consolarla, disculparme y explicarle que no había sido mi intención. Ella estaba atontada y mantuvo su inercia hacia el colectivo sin dejarse interrumpir por mi certero golpe. Tan sólo se tomó el tiempo necesario para recuperar la rigidez del cuerpo, incorporarse y seguir. Algún tiempo más adelante volví a encontrarla, le pregunté amablemente cómo estaba, y volví a disculparme. Resultó ser una persona bastante desagradable y que, en lugar de aceptar mis disculpas, me dio un sermón sobre lo mal que hacía en no dominar mi cuerpo y mi fuerza. Soporté estoicamente tres reprimendas. Debí haberla golpeado otra vez a la segunda.

Después de ayudar a la mujer golpeada a recuperarse, vi que el colectivo estaba ahí parado, y que mi prejuicio hacia la raza de colectiveros me había jugado una mala pasada. Subí y empezaron los problemas que, por conocidos, no resultan más fáciles de resolver. No me gusta tomar decisiones. En mi trabajo tomo muchas decisiones y me exijo no llevarme trabajo a casa. Estoy parado enfrente a la máquina de sacar boletos y me abruma la pregunta. Setenta y cinco u ochenta centavos, esa es la cuestión (traducción por similitud fonética en Hamlet de question que debió haber sido castellanizada por pregunta). Elegir setenta y cinco obliga a explicarle al colectivero hasta dónde uno va y discutir por si una cuadra más o menos implica un cambio de tarifa o no. La diferencia de cinco centavos la puedo afrontar, tengo presupuesto para eso. Mi posición en el organigrama de la empresa, como ya dije, me obliga a tomar decisiones y eso demuestra que no estoy en la base de la pirámide. No debería fijarme en cinco centavos. Tomo aire, miro por el rabillo del ojo y veo al colectivero que espera ansioso mi pronunciamiento. Me resigno y digo ochenta. Perdimos otra vez, ganó la pereza.

Ahora estoy viendo la inmensidad del colectivo. Otra vez a decidir, pero esta vez hay que hacer primero un trabajo de campo. El trabajo consiste en ubicar asientos libres y dominar las variables de un viaje. Estas son acompañantes atractivas, luz, aire o el recibir un masaje en la próstata y tener un viaje placentero. Para corroborar esto último tuve que esperar a ser un adulto que se atreviera a chequear esto en un grupo de amigos. Toda la secundaria usé mochila para poder bajar del colectivo con ella cubriendo mis partes íntimas y evitar el papelón. Los días de gimnasia eran los peores porque la ropa deportiva de invierno dejaba en evidencia toda mi masculinidad. Una charla con un amigo que estudiaba medicina en la facultad me dio esa sensación placentera de la que ya hablé. En este caso la duda me había acompañado durante años por lo que el placer por encontrar la solución fue mayor. ¿Qué era lo que hacía que los colectivos me encendieran tanto la lívido? ¿Por qué era peor en los colectivos con suspensión neumática? “El traqueteo y los saltos del colectivo, sumados al asiento duro y al respaldo vertical, terminan haciéndote un masaje en la próstata” me había dicho mi amigo que aparte de futuro médico, tenía algo de técnico nerd.

No viendo compañeros de viaje interesantes y estando la última fila libre, me voy hacia el fondo a la búsqueda de mi masaje. Me siento, sonrío y pienso: “Qué lindo es viajar en colectivo”.

Dos paradas más adelante, se sienta al lado mío una chica con aspecto de estudiante. El vaivén del colectivo hizo efecto rápidamente y me surge una necesidad imperiosa de decirle algo. Reviso posibles temas y el primero que se me ocurre es hablar de libros. Eso me daría un aire intelectual que puede ser atractivo. Cruzando esa información con su aspecto, apostaría un boleto de colectivos a que leyó a Cohello. Yo hice lo mismo y lo hice, debo confesarlo, pensando en este momento. No hay otra razón por la que alguien podría leer un libro de autoayuda, si no es por su popularidad entre el público femenino y joven. Por un momento tengo miedo de que no comparta mi opinión sobre los libros de autoayuda conmigo y terminemos discutiendo. Decido buscar nuevos horizontes. Pienso en Bucay, y me parece haber dado en la tecla. No sólo tiene aspecto de estudiante, parece haber salido de la universidad de filosofía y letras o de psicología. Si fuera psicología, puedo ir viendo como reacciona. Cuando ya estoy decidido, ella se incorpora y toca el timbre de la puerta de atrás. Ahora me parece más bonita que cuando estaba sentada y me arrepiento de mi exceso de análisis.

Cambio la canción en el mp3 player, el colectivo agarra un pozo y otra vez el placer de viajar en colectivo.

Es el momento de buscar algún tipo de diversión, más allá de la de escuchar música. Decido entonces jugar a contar sin contar. Si uno ve tres personas no necesita extender su dedo como Jhon Travolta en Fiebre de sábado por la noche y decir uno, dos, tres. Sabe que eso es tres. Y una mano llena es cinco. El hombre que calculaba, el libro que todo nerd que se precie de tal debe leer, podía hacer esto para números de tres cifras. “En ese corral hay trescientos doce camellos” decía. “Es fácil, hay seiscientas veintitrés orejas, porque aquel tiene una sola”. Yo no pretendo ser el hombre que calculaba, pero aspiro a contar sin contar una docena de cosas. Abro bien los ojos, miro a todos los pasajeros, cierro los ojos y digo, son nueve. Vuelvo a abrir los ojos y hay una pareja que antes parecían uno. Otra vez, problema-explicación, satisfacción. Durante la burbuja de internet, época maravillosa, comparable con el renacimiento, tuve la intención de hacer un sitio web en el que la gente jugara a contar sin contar. Llegué a armar un plan de negocios donde el dinero volvía por publicidad en el lugar, como todo lo que se proponía en esa época. Llegué a entrevistarme con un posible inversor que me maltrató, después me dijo que era brillante y después me mandó a ver a un inversor “para principiantes”. Este tipo tenía algo que se llamaba “incubadora”, esto es, una empresa que acompañaba proyectos que estaban en sus inicios. Era interesante entender toda esta fauna, importada del Sillicon Valley, que demostraba que el sistema estaba organizado y no podía fallar. Cuando estaba haciendo mis primeros pasos la burbuja explotó y yo me quedé con mi idea y, desde entonces, juego solo a contar sin contar.

A veces cuento otras cosas. Esta vez me toca contar cuadras. Antes de subir al colectivo le pregunté a un compañero de trabajo que me dijo, contá diez cuadras después de Rivadavia. Otro momento de decisión, tengo que decidir si hacer cuenta ascendente o descendente. No es una decisión menor. La cuenta descendente, si no presto atención, puede llevarme a situaciones complejas como la vez en la que me bajé en la estación menos cuatro. Venía dormitando, contando... dos, uno, cero, menos uno... y seguí. Es verdad que ese día estaba muy cansado y hoy no es el caso. Contar en forma ascendente parece la solución y llegar hasta diez deja afuera el problema de si eran siete u ocho. Diez es diez. Tenemos diez dedos y nuestro sistema numérico es decimal.

Llegué a contar hasta cinco, el siguiente recuerdo es el de la chica que me toca el brazo y me zamarrea un poco para decirme: “Esta es la última parada, te quedaste dormido.”

El colectivero me mira por el espejo y me grita: “Vos habías sacado boleto de ochenta?”. Estoy dormido, de mal humor y sin contestarle me bajo corriendo. No quiero discutir, no quiero saber dónde estoy. Cuando estoy en una situación incómoda, en lugar de analizar y tomar una decisión, prefiero moverme, hacer algo, cualquier cosa. Bajar del colectivo tal vez sea una mala decisión pero quedarse discutiendo con el colectivero es malo. Bajo y, como una paloma mensajera, doy dos vueltas sobre mi mismo mirándolo todo. Primero a la altura de los ojos y luego hacia arriba. Tardo un rato en reconocer el lugar. Estoy en el borde de la capital federal. Ochenta centavos estaba bien.

Miro el bolso en mi mano y recuerdo por qué me tomé el colectivo. Iba a jugar al fútbol. Salí a las siete del trabajo y me sobraba tiempo, pensaba caminar por el centro. No puedo perder tiempo, tengo chances de llegar. Corro hasta Cabildo, llego a la esquina y decido parar un taxi. Antes de levantar la mano miro a los costados. Me subo, le indico y me calzo los auriculares. Esta es la mejor forma de deshacerse de un taxista. Veo en su espejita que me está mirando y mueve la boca. Con fastidio me saco los auriculares y le lanzo un “Perdón?”. “Qué que humedad que hay!”. Me pongo los auriculares y asiento con la cabeza. Se me abre una pantalla imaginaria y veo la entrega de los Oscars y a un comediante presentador, que extrañamente habla en castellano, diciendo: “El premio al más simpático es ...”. Sonrío y el taxista cree que le sonrío a él. De adolescente me habría preocupado qué iba a pensar el señor taxista. Ahora sólo me preocupa que no me hable.

El viaje transcurre sin mayores sobresaltos si es que uno puede aislarse de los bocinados, las peleas con otros taxistas, los colectivos que nos encierran y los repartidores de cómida a domicilio, que parecen empeñarse en arriesgar su vida en cada esquina. A mitad de camino me acuerdo que yo no había planeado este viaje. Eso quiere decir que no es seguro que tenga cambio en la billetera. De chico aprendí a preguntar al sentarme: “Señor, tiene usted cambio?”. Ahora tengo que decidir entre sacarme los auriculares y hacerme el simpático, para después preguntar o, poner cara de póker al final y, extender el billete. No se qué hacer, pero lo que es seguro es que si meto la mano en la billetera, tengo que tener previsto un plan por si no encuentro cambio. A veces me incomoda que el tipo piense que voy a sacar un arma. Esta vez no. Tomo valor y dispuesto a retomar la conversación desde el punto de la humedad, meto la mano en el bolsillo, sopeso la billetera y me parece que no tengo cambio. La abro y para mi sorpresa me encuentro con dos billetes de diez pesos. Sigo feliz escuchando música.

Miro el reloj y estamos a cinco minutos de comienzo del partido. Me saco la campera y la mento en el bolso. Estoy por empezar a sacarme el buzo y otra vez veo los ojos del taxista en el espejo. Ya soy un adulto, pero no lo suficientemente desprejuiciado como para cambiarme en el asiento trasero de un taxi. Sonrío nerviosamente y le digo que llego tarde a un partido de fútbol. En ese momento, a cinco cuadras de la cancha, el tránsito se detiende y avanza a paso de hombre. No aguanto ni veinte metros. Le pago, redondeando unos pesos hacia arriba y antes de que diga nada me bajo corriendo.

Llego a la cancha en punto. Son ocho, seguro que hay uno en el vestuario. Durante la corrida me saqué el buzo como para ahorrar un poco de tiempo. Desde la cancha me insultan. Corro y me cambio en dos minutos. El médico me dijo que tenía que calentar antes de empezar. El traumatólogo me dijo que pusiera especial cuidado en como me ajustaba las zapatillas y que tenía que vendarme el tobillo derecho. En dos minutos, todo esto no se puede hacer.

Llego a la cancha y el décimo todavía no llegó. Por llegar tarde, me obligan a quedarme en un costado hasta que llegue el otro. Estoy como un caballo que fue pichicateado antes de una carrera. Necesito correr. Estoy ansioso y desesperado. Recuerdo el consejo del médico sobre el calentamiento precompetitivo y suspiro mientras me digo a mí mismo: “No hay mal que por bien no venga”.

Tengo que cuidarme de no exigirme demasiado cuando corro de una punta a la otra y lesionarme antes de empezar. Mientras corro miro los dos equipos y, a mi enteder, el partido es parejo. Una duda me oprime el corazón. ¿Cómo jugará el décimo? Si es malo, cuando llegue, alguno va a decir la terrible frase “Uno para cada lado” y voy a enfrentarme a la terrible realidad. Soy malo para el fútbol. ¿Y si el décimo la rompe? Durante mi infancia, en el pan y queso me sentía igual que ahora. El pan y queso es el proceso por el cual se definen los dos equipos. Empieza en forma anárquica cuando alguno dice “Que elijan tal y tal”. A veces tal y tal son los dos arqueros, otras veces los dos mejores, unas pocas veces dos líderes que tienen que jugar al mismo nivel. Se acomodan a unos diez metros de distancia, enfrentados, y van caminando uno hacia el otro por turno, avanzando exactamente un pie cada vez. Esto se logra haciendo coincidir la punta del pie con el borde del talón del pie que avanza. Para cordinar los turnos, los contendientes repiten “pan” uno y “queso” el otro y esto da nombre a la ceremonia. El que pisa al otro es el que elige primero. Y empieza el martirio. Si te eligen entre los primeros es porque sos bueno. Si te eligen entre los últimos, obviamente, no sos bueno. Siempre puede pasar que el que elige haga honor a la frase de Dolina: “Mejor perder con amigos que ganar con ilustres desconocidos”.


A los cinco minutos llega el décimo. No lo conozco. Ahora la preocupación pasa porque ninguno se pelee, que no se vaya la pelota a la calle, que la pelota esté inflada pero no demasiado dura, que no se lastime nadie, que los equipos sean parejos, que no nos agarre el final de hora empatados, que no llueva, ya que el día está bastante feo.

Entro a la cancha sonriendo e inflando el pecho como el Diego. Todos los que amamamos el fútbol disfrutamos con sólo recordar esa estampa, ese trote con la cabeza levantada. El lo hacía con la pelota en los pies, yo lo hago para entrar a la cancha. Veo que alguno me mira con cara de: “Y por qué sonreís?”. Estoy en una cancha de fútbol, a punto de jugar, y ahora... ahora sí a disfrutar del mejor deporte del mundo.