Friday, January 12, 2007

Cadena de favores

Estoy en el aeropuerto. Llegué una hora antes de lo previsto y se me ocurre preguntar si hay algún vuelo anterior al mío. Desde que vuelo por trabajo, descubrí que el pasaje no es un compromiso de partes. Una de ellas puede rescindirlo y las consecuencias no son las que “un hombre común” podría esperar (la teoría del hombre común se utiliza en cuestiones legales para dirimir situaciones en las que la legislación no tiene una regla que aplique. Lo logran planteándose la pregunta: “¿Qué haría un hombre común en este caso?”).

Un caso sencillo y conocido de resarcimiento unilateral sin consecuencias es cuando las aerolíneas deciden suspender un vuelo porque sí. Un impersonal altoparlante, de repente, te avisa: “El vuelo 3735 a Buenos Aires ha sido suspendido”. Y por más que patalees, grites o te quejes, el vuelo está suspendido. Uno esperaría algún tipo de resarcimiento pero lo máximo que logré fue un café y una porción de torta durante la larga espera.

Alguna vez me quejé en el sitio en Internet de la aerolínea y recibí una hermosa carta diciendo: “No tenemos política de resarcimiento”. Ingresé al sitio nuevamente, encontré mi queja y la reabrí preguntando: “¿Usted dice que si yo soy viajero frecuente, trabajo para una compañía que hace una docena de viajes por mes, contesto todas las encuestas que me envían, me saludo de tanto viajar con comisarios de a bordo y azafatas y, además, pago la tarifa más cara porque nunca planeo un viaje con una anticipación mayor a una semana entonces aplico a la regla general de –No tenemos políticas de resarcimiento-?”. La respuesta no llegó nunca.

Simétricamente, si es que existe algún tipo de simetría para con esta situación, si uno llega antes y pagó una tarifa alta, puede cambiar de vuelo y la señorita que te atiende en el mostrador no hace ningún tipo de gesto de desagrado. Esto no pasa cuando uno viaja pagando tarifa turista en un pasaje comprado con varios meses de anticipación, que es el caso normal de los que sólo viajamos por vacaciones, como lo hacía yo antes de estos dos años de vuelos internacionales todos los meses.

Terminé entonces viajando una hora más temprano de lo previsto. Para eso llamé a Argentina y pedí que el taxi que me iba a ir a buscar a las siete de la tarde me fuera a buscar a las seis. Esto es casi tan fácil como cambiar el pasaje y por un momento me parece que estoy en otro país. En realidad, estoy en otro país, pero los trámites los estoy haciendo en mi país, desde un celular. Me detengo un segundo a pensar en la cuestión “mi país”. Cualquier cuestión que tenga que ver con la territorialidad me remite a una discusión universitaria sobre si estaba bien que estudiantes extranjeros vinieran a cursar a nuestras universidades estatales. Recuerdo muy claro el diálogo en el que un amigo mío le contestó a alguien, que osó decirle que los bolivianos eran distintos, lo siguiente:
“Vos decís que si nacen dos bebés en el altiplano, uno del lado del Jujuy y uno del lado de Bolivia, a ambos lados de la frontera, van a ser diferentes?”.
Creo que ese día me aferré a una idea que me solucionaría varias discusiones en la vida, especialmente normales cuando uno viaja y se encuentra con otro itinerantes, y es: “Vos tenés derechos de territorialidad en el país en el que pagás impuestos”.
Con esa idea y los impuestos y los derechos y mi país, guardo el ticket de embarque, la cédula y salgo para migraciones, apurado. Cruzo todo el aeropuerto, llego a migraciones y empiezo a buscar el ticket de embarque, el papel de entrada al país y la cédula. El ticket de embarque aparece rápido, el papel de entrada al país es el señalador del libro que estoy leyendo, pero de la cédula no hay rastros. La regla aprendida en casa es simple y me acompañó toda la vida. Dice así: “Guardá las cosas siempre en el mismo lugar”. Esto aplicado a la billetera y la cédula se traduce en buscar en el primer compartimento de la derecha. Y ahí no hay nada. Bolsillos del pantalón, de la camisa, mochila, saco todas las tarjetas, entre el dinero y nada. Me empiezo a poner nervioso, salgo de la cola de migraciones, voy hasta el mostrador, le pregunto a la chica y nada. Tomo aire, me imagino yendo a la embajada. Me voy a un mostrador vacío, saco la billetera, saco las tarjetas que hay en el primer compartimento de la derecha. Entre la tarjeta de crédito y la de débito está la cédula de identidad. Siento una paz interior, parecida la sensación de meterse en el yacuzzi del hotel en el que estuve parando. Dentro de un rato voy a querer entender por que no la vi antes, pero ahora no importa, ahora hay que apurarse. Estoy retrasado y voy a perder el vuelo.

Llego a la fila de migraciones y hay unos diez chicos con la misma ropa deportiva. Trato de adivinar qué deporte hacen y por su contextura, por las zapatillas, por las “chuecas” de alguno, decido que son futbolistas (todos aquel que alguna vez jugó al fútbol sabe que los chuecos juegan bien). Es divertido tratar de adivinar que deporte hacen y me divierte unos segundos. Cuando el primero de ellos se acerca a la ventanilla se acaba la diversión. Le presenta al oficial de aduana unas tres hojas que el oficial decide leer en su totalidad. Durante la lectura chequea el permiso contra el documento del chico. El proceso es largo y en la pantalla de información, que es más impersonal que el altoparlante dice que mi vuelo está en horario. Hay cuatro oficiales atendiendo y en el equipo unos diez chicos. Mi optimismo natural me hace pensar que con los próximos no va a pasar los mismo. Soy optimista pero no puedo engañarme. El segundo vuelve a sacar un papel al igual que el tercero. Todos en la cola tienen papeles en la mano. Esto está mal. La señora que está detrás de mí me nota inquieto, me pregunta en qué vuelo me voy, le digo que estoy mal con el tiempo y me sugiere adelantarme en la cola. Me parece un mal ejemplo para los chicos. Encima soy argentino, en tierra límitrofe, y nos tienen como amigos de sacar ventaja. Miro los chicos, miro la pantalla. El estado cambia a abordando. Pido disculpas, agito el ticket en mi mano derecha, me adelanto y paso. El oficial que vio toda la situación me pregunta antes que llegue a la ventanilla el número de vuelo y cuando me parece que está por mandarme otra vez a la cola, alguien grita desde atrás de los mostradores “Pasajeros del vuelo 3854” y resulta que 3854 es el número que acabo de decir. El oficial que antes me caía mal resuelve mi situación con un sello y una celeridad que nunca antes había visto. Salgo de migraciones, corro hasta la puerta de embarque, en el camino escucho un altoparlante que dice mi nombre pero acentuándolo muy diferente a la forma en que yo lo hago. Corro, paso por los pasillos y llego jadeando. La señorita que corta los tickets me hace una sonrisa cómplice que me invita a relajarme.

Me subo al avión y el vuelo es bastante tranquilo. Cuando escucho la voz metálica por los altoparlantes del avión que avisan que van a servir algo de comer se me hace agua la boca. Concluyo que al mediodía no comí y que podría comerme tres o cuatro bandejitas de las que te sirven en el avión. Miro por el pasillo para ver si los carritos con la comida están saliendo y efectivamente se largó la repartija de bandejitas. Estoy estratégicamente sentado y soy de los primeros en recibirla. La azafata me pregunta que quiero tomar y no puedo contestarle porque estoy terminando el sandwich. Demoré en comerlo lo que ella demoró en servirle la bebida a los tres pasajeros del otro lado del pasillo. Me espera mientras trago y lo primero que me sale es: “¿Tomar no se, pero me podrías dar un sandwich más que hoy no almorcé, por favor?”. Sonríe y me da otra bandejita y otra vez me ofrece algo de tomar. Hago una evaluación rápida y concluyo que la única bebida de la cual te sirven suficiente como para digerir dos sandwiches es una cerveza, ya que te entregan una latita. Es cierto que nunca está fría y que podría usarla para cortarle el cuello al piloto y obligarlo a atacar la casa rosada, pero parece que una lata es menos cortante que la lima de uñas del cortauñas que tuve que abandonar en migraciones algunos viajes atrás o que los fósforos que llevo en la mochila. Disfruto mi cerveza y los dos refrigerios me calman el hambre provocado por el almuerzo salteado.

El avión aterriza y, aunque ya hace muchos viajes que no escucho el típico aplauso argentino homenajeando al piloto por tocar tierra, siento una mezcla de alivio por aterrizar más la admiración asociada a los aplausos que no escucho que están asociados a cualquier situación de aplauso. Es difícil de explicar, pero es parecido al agua en la boca por el anuncio de refrigerio y los perros de Pavlov a los que cada vez que le daban comida le hacían escuchar un silbato y con el tiempo el silbato los hacía babear. Si cada vez que sentís admiración aplaudís, la sensación de admiración se asocia con el aplauso. Si cada vez que el avión aterriza aplaudís, sentís admiración. Cada vez que un avión aterriza siento admiración, aunque no aplauda.

Se escucha por los altoparlantes la ridícula frase: “Los celulares pueden ser encendidos, pero cualquier otro equipo electrónico debe permanecer apagado hasta que el avión se detenga”. Este anuncio debe responder a la imperiosa necesidad de todo pasajero de avisar que llegó y a la imposibilidad de la tripulación de detener esta adicción a los celulares. Voy a viajar cien veces más y las cien veces me voy a reír cuando escuche este anuncio. Igual enciendo el celular. Yo también soy un adicto.

Paso por migraciones, free shop y aduana. Sólo me llama la atención el free shop donde creo que usan las mismas ideas que la de los casinos de Las Vegas. Siempre está abierto, siempre hay mucha luz artificial, las vendedoras y los vendedores son todos lindos y de plástico. Siempre es igual, no importa la hora, la temporada, la fecha del año. A lo sumo alguna promoción diferente.

Llega la última complicación del día. Estará el taxi? Hay un señor con un cartel con un jeroglífico muy parecido a mi nombre pero no está escrito como yo lo haría. Me acerco, me presento y, como vamos a compartir un viaje de una hora, decido intercambiar algunas palabras con el señor. Es amable y en pocos segundos y con esa facilidad que uno tiene para los prejuicios, el señor me cae bien. El auto es un Chevrolet muy cómodo, monovolumen, bastante nuevo. De repente mi teléfono empieza a hacer pip y me llegan todos los mensajes que me enviaron durante mis dos días de ausencia en el país. Los sms no funcionan como en Europa. Uno sólo me preocupa, es de un compañero que me dice que lo llame urgente.

Me disculpo con el taxista que sigue siendo amable y me estaba contando su experiencia trabajando como chofer de unos cineastas que vinieron a filmar una telenovela en Argentina. Llamo a mi compañero de trabajo que me avisa que me gané unas entradas para ver a Shakira. En mi trabajo sortean ese tipo de cosas que consiguen por lo que llaman “canje publicitario”. La empresa donde trabajo, cuando auspicia a alguien, recibe entradas que las sortean entre sus empleados. Las entradas que gané son cuatro y mi compañero quería que lo llame urgente porque el vive entre el aeropuerto y mi casa. Le comento al taxista, pero sin decirle que son cuatro entradas porque estoy seguro de que me las va a manguear.
El señor me cuenta que tiene una hija fanática de Shakira y que no consiguió entradas. Le digo que no me gusta y que si mi cuñada no las quiere se las voy a regalar. Después de llamar a mi cuñada y de mantener una conversación en la que me esmero por no decir el número exacto de entradas que tengo, termino acordando llevarle dos entradas. Corto y blanqueo la situación con el taxista. Le digo que le voy a dar dos entradas y el señor tiene una alegría que me hace pensar que su hija es realmente fanática.

El señor que ya me deleitó con sus historias de extranjeros cineastas, de un hijo futbolista que juega en la primera de un equipo de segunda división, de los viajes que hace para la empresa para la que yo trabajo, se pone serio y me dice, “todo vuelve”.

Resulta que un día los cineastas extranjeros le regalaron unas entradas porque uno de los actores de la película trabajaba en un canal de televisión argentino, y parece ser que a la gente del jet set le regalan entradas (a mi también, ahora que lo pienso, y puede ser que yo sea parte del jet set aunque lo dudo). El señor taxista, en una situación parecida a la que estamos viviendo ahora, recibió un par de entradas para ver un partido por las eliminatorias del mundial de Francia, algunos años atrás. Las entradas se las dieron el mismo día del partido. Ese día, un señor subió al taxi y le contó que era fanático de la selección y que venía de hacer tres horas de cola para conseguir una entrada. Tres horas, muchos pisotones, empujones y ninguna entrada. El taxista hizo lo que hoy hice yo y le regaló las entradas. Hoy tuvo su devolución.

Tres meses después estoy llegando a las nueve de la mañana al trabajo. Mi trabajo queda en una cortada mano y contramano. Doblo en la cortada y a cincuenta metros hay un enorme colectivo que la empresa utiliza para transportar empleados. Decido subir dos ruedas del auto a la vereda en una parte donde esta es más baja, para darle paso al colectivo. Estoy sobre el lado derecho de la calle y del lado izquierdo no hay ningún auto estacionado. Mi maniobra más la ausencia de autos le permitiría al chofer del micro pasar tranquilamente. Pasan unos segundos y ya está terminando de bajar la gente del micro. En ese momento, un taxi monovolumen bastante nuevo se estaciona a mi izquierda cerrándole el paso al colectivo. Sonriendo en forma socarrona le digo al taxista: “¿Qué hacés?”. Me contesta: “El mal educado sos vos”. No le debe haber gustado que sonría, pienso. A la mañana suelo tener mal humor y rápidamente me enojo. Este asunto no tiene una solución sencilla así que decido bajar del auto para tener una posición más cómoda para discutir el tema. Se que esta actitud no va a ser vista como una invitación a un intercambio de ideas y es probable que todo termine mal. Un temblor en mis manos al abrir la puerta me demuestra que todo mi cuerpo sabe de lo que está por pasar. Me acerco al taxi y me dice “El mal parado sos vos” sin darme cuenta que probablemente es eso lo que me quiso decir antes y no que era un mal educado. Estoy por abalanzarme sobre el taxi y lo reconozco. Es el de las entradas de Shakira. Le digo: “Yo te di las entradas para Shakira?”. “Siiii, gracias, cómo estás?”. “Esperá que acomodo el auto”. “Ahí pasa bien el micro”. Nos quedamos charlando un rato. Del temblor sólo quedan unas gotas de transpiración en la frente. Podría tener un ojo negro, podría estar sentado en la comisaría, podría haber pasado cualquier cosa.
Hoy tuve mi devolución.