Los sábados almuerzo con la familia. Dado que durante la semana trabajo a cincuenta kilómetros de casa, se me hace complicado compartir un almuerzo en familia. Por eso los sábados tienen un encanto especial. Además, cuando termina el almuerzo nos vamos corriendo con los chicos a mirar algún dibujito en la tele. Recuerdo que ese día estábamos viendo un capítulo de Liga de la Justicia Ilimitada, la evolución de Liga de la Justicia donde hay muchísimos superhéroes y pasan todas las cosas que pueden vivirse en una comunidad cuando esta crece: los problemas de comunicación, el respeto y envidia por los fundadores originales, alguno no tan bueno entre tanta gente.
Sonó el teléfono y una voz de locutora me sacó la modorra: “este llamado proviene de un servicio penitenciario”. Este aviso es la solución a un tema conocido como secuestros virtuales. Parece que te llaman diciendo que tienen a tu hija, ahí es cuando vos preguntás: “¿Quién Juana?”. Y el tipo engancha con que ahí tienen a Juana y que tenés que llevar guita para que te la devuelvan. Todo bien podría ser un mito urbano de no ser porque a una compañera de laburo le hicieron una variante de esto: aprovechando un día que se fue a una fiesta y no contestaba, llamaron a sus viejos que se habían quedado en su casa con los nietos. En la fiesta no había señal, por eso no contestaba, y cuando alguien que tiene celular no contesta entonces listo, es un secuestro.
A mí lo del secuestro no me preocupaba, lo primero que pensé fue: “El Tripa está otra vez en cana”. Ahora, mientras lo escribo, la sola idea me vuelve a angustiar. Atiendo el llamado esperando escuchar al Tripa y del otro lado una voz nerviosa me pregunta si es la casa de doctor no se cuanto. El recuerdo del Tripa me había puesto en modo voluntarioso y bien dispuesto y nunca se me cruzó nada parecido a secuestros o a algo raro. El tipo se sentía muy mal y repetía que quería hablar con el doctor no se cuanto. Yo le seguía insistiendo que era una casa de familia y para tratar de ayudarlo le pregunté con qué número quería hablar, a lo que contestó un número de ocho dígitos, dicho dígito a dígito. Le dije que no era ese mi número y corté.
Cuando corté me puse a pensar y maldije mi falta de capacidad de comprensión. Me imaginaba al pobre tipo en la cola del teléfono público, soportando las apuradas de los de la cola, el único llamado que tendría y yo no lo supe ayudar. El número que me dijo era el de mi casa, pero dicho dígito a dígito y habiendo dicho un número más no lo reconocí. Es como escuchar una canción con otra música, la reconocés al rato. Lo peor es que el pobre recluso nunca se dio cuenta de que no estaba en Buenos Aires y que si no discás cero once, hablás localmente. Seguro que estaba en Olmos y terminó hablando a La Plata, donde yo vivo, que está en la misma zona. Y el número de su abogado era el mío más un dígito. Maldita coincidencia. Maldita confusión.
Yo conocí el tema de la cola para hablar los sábados un año antes, cuando mi amigo de la secundaria, el que me cuidó la primera vez que me puse en pedo, el que me defendió alguna vez cuando alguien me quiso pegar, me llamó un día y dijo: “Tincho, conseguime tarjetas de celular hermano, haceme esa gauchada, te llamo en media hora”. Se me ocurrieron mil cosas para preguntar, pero sabía que algo no estaba bien. Me dijo hermano y nosotros no nos hablamos así. Es un terrible error, pero los hombres de verdad no piden cosas y se las arreglan solos. Que pidiera ayuda significaba que la estaba pasando mal o, como alguna vez dijo él, que estaba “subiendo a la lona”. La idea de poder ayudarlo, porque cuando un amigo cae en cana no hay mucho por hacer, me hacía sentir bien. Salté de la cama como un resorte y me fui a comprar tarjetas de teléfono celular. El siguiente llamado, salvo el gracias, fue un pasaje de números como quinielero clandestino. Yo raspaba la tarjeta y le pasaba el número. Después me enteraría de que estando en el penal el único dinero que sirve es el crédito en celulares o los cigarrillos que te lleve tu mujer. ¡Tu mujer! El Tripa usaba las tarjetas para comprar la seguridad de su esposa durante el viaje desde Campana, su ciudad, hasta Marcos Paz, donde está el famoso penal.
No solo me enteré de para qué servían las tarjetas, me enteré de que en esos meses aprendió a jugar al ajedrez y el día que fui a verlo le regalé un libro y un reloj para jugar por tiempo. Por el día que fui a verlo me refiero al día en que fui a verlo y no pude verlo. Un día me puse un traje, hecho que sólo hago para casamientos, y fui a Marcos Paz con un amigo en común: el Dr. Lechón. El doctor es un penalista que sabe de esto y me dijo que lo acompañara, bien vestido, que íbamos a decir que perdimos mi credencial de abogado y así podría pasar a visitarlo. Llegamos al penal y no pasé del primer control. Después mi amigo el doctor me explicaría que las reglas en los penales de su lugar de trabajo, Rosario y Santa Fé, son bien distintas a las de este penal de lujo. A mí no me pareció de lujo y todo el rato que estuve ahí me quedé estudiando el espacio intermedio que separa al penal de la civilización. Es como una calle que da toda la vuelta al penal donde hay una media docena de perros, luces y alambrados a ambos costados. Me imaginé pensando en planear un escape y en como escapar a esa última milla. El Lechón tampoco pudo verlo porque entró y como adentro no había electricidad no pudieron abrirle para que lo vea.
Una de las historias más interesantes que después me contaría fue la de la recepción. Decía que cuando llegó a Marcos Paz, los guardias los pusieron contra la pared y pasaban dándole palazos. El se la aguantaba y veía que seguían pasando y prácticamente al único al que le daban palo era a él. Los dos compartimos el placer por entender al mundo. Lo que pasaba es que querían que le doliera y así fue que ante este descubrimiento, cuando ligó un garrotazo, gimió un poco, se hizo el dolorido y terminó la bienvenida. Son las reglas del lugar, sólo hay que saber leerlas.
Le pregunté lo que toda persona quiere preguntarle a alguien que pasó por eso y es si ahora era menos hombre. Su no fue rotundo, que la pasó mal el primer día, que era cierto que había llamado a su mujer para que le pidiera a la jueza que lo pusieran en un lugar mejor, pero que a la semana siguiente no podía creer como unos perejiles como esos le habían arruinado su check-in al penal. Cuando sos un novato, todos se aprovechan de vos. “Ojo que había gente áspera, un día uno me puso una faca en el cuello y le dije que hiciera lo que tenía que hacer. Se cagó de risa y se fue”. “El que me enseñó a jugar al ajedrez era un peruano fenómeno”, “Los que son terribles son los condenados a cadena perpetua” y “Yo la pasaba bien al final” son las frases que más me suenan del día que fui a verlo cuando lo soltaron.
Durante su estadía organicé una colecta entre los amigos y esa guita se la dábamos a la esposa. Tenía que mantener una familia de cuatro hijos. Otra vez la sensación de sentirse útil. Este asunto de la colecta me hizo mantener cierta conexión con Ale, la esposa, y un día me llamó y me dijo: “El sábado lo largan”. El sábado subí a mi hijo, de unos nueve años en ese entonces, al auto y le pedí que me acompañara a visitar al Tripa. Decidí explicarle todo lo que había pasado y ahí me di cuenta de que mi hijo ya no era un nene, que estaba creciendo. Cuando llegamos a Campana no nos emocionamos muchos, salvo cuando otro amigo en común lo llamó y el Tripa con cara de serio me dijo: “Lloraba el Mago”. También vivimos un momento emotivo cuando fuimos a comprar unas pizzas y me acordé de que en el auto tenía un cd con canciones de Nino Bravo y le puse Libre. Mucho de lo que estoy contando acá, él me lo contó ese día. Estaba con ganas de hablar después de un vino. La frase “Yo la pasaba bien al final” despertó la ira de su esposa. Yo me imaginaba a la pobre mina criando a los cuatro pibes, yendo los sábados a verlo y él explicando: “Les enseñaba informática a los otros presos, jugaba a la pelota, los partidos con los guardias eran ásperos”. Y por un momento me lo imaginé tal cual como era en la secundaria, un sobreviviente o como se dice en lenguaje empresarial: alguien con habilidades para adaptarse a los cambios.
“Los que son terribles son los condenados a cadena perpetua” me lleva a un mundo desconocido. Vos podés amenazar a alguien con que le vas a extender la reclusión o con que si tiene mala conducta no podrá tomar clases de computación. Pero un condenado a cadena perpetua que mata a otro recluso: ¿Qué condena tiene? Ahí las reglas son otras y lo mejor que te puede pasar es no ir a parar ahí. Me quedé con las ganas de entender un poco más, pero fue el único tema que dejamos a un costado. Tal vez el miedo de terminar ahí o las historias que circulaban sobre los del pabellón de condenados a perpetúa le debieron despertar un miedo que nunca le noté en la cara. Sin embargo, el día que me contó que, ya en libertad, una noche se reventó un diente rechinando mientras dormía me di cuenta de que no era Superman. “Bruxismo se llama eso me dijo, me tengo que hacer la placa, que es como un chupete para adultos” dijo y se rió mucho.
“El que me enseñó a jugar al ajedrez era un peruano fenómeno” fue otra de las frases que me dijo mientras jugábamos al ajedrez. Si a los veinte alguien me hubiera dicho que alguna vez en mi vida iba a jugar un partido de ajedrez con “El terror de la abuela” según define Baglietto en su canción, me habría cagado de risa. Pero así las vueltas de la vida y esa noche me enteré de la preocupación que tienen los presos cuando salen y sus problemas para conseguir un laburo. En el caso del Tripa, cuando salió un amigo de la familia le dio un trabajo en un astillero, en compras. Un señor llegando a sus cuarenta con estudios universitarios en comercio exterior, con habilidades comerciales, trabajando en compras de una pyme. Le pregunté por qué no buscaba algo mejor y me dijo que el curriculum se le había transformado en un prontuario y que eso no ayuda para buscar laburo. Siempre con una sonrisa.
Con la misma sonrisa con la que un día se le acercó un tipo y le dijo: “Quiero exportar vinos”. En ese entonces el Tripa era un buscavidas y había decidido poner una empresa de comercialización, según sus palabras, para comprar y vender, lo que fuera. Siempre esperando que un día viniera alguien a querer exportar algo y así usar lo aprendido en la facultad. Y entonces este tipo le dijo: “Enviame esta toalla a Alemania, es de Boca, para mi primo. Si llega después mandamos más cosas”. Y acá está el único error que cometió, porque la mandó a nombre de él, ya que el tipo le pidió que lo hiciera así porque todavía no tenía la empresa armada. La toalla tenía coca. “Yo la revisé” me aseguró el Tripa. No había forma de verlo.
Después vino pidiendo mandar unas fajas. Las fajas son esas que usan los que descargan cosas para proteger la cintura. Adentro de los compartimientos de la faja que sostienen la cintura había coca. Esto lo leí en el diario, lo leí en Clarín. No podía creer tener un amigo que había cometido un delito caratulado como narcotráfico internacional.
Recuerdo por esos días la bronca que me daba la pregunta obligada de todos aquellos a los que les contaba y decían: “Seguro que no traficaba”. Vive en una casa humilde, no tiene donde caerse muerto. “Tal vez la guarda en algún lado, estaba empezando”. Hay como un prejuicio, porque es eso, un prejuicio que dice así, si alguien va en cana, es porque algo habrá hecho. Algo habrá hecho me remonta a los ochenta y a la frase de los que la pasaron bien durante el proceso y que repetían esto de “A mí no me pasó nada, algo habrán hecho”. Yo puedo hablar de política, de religión o fútbol, pero no puedo hablar de derechos humanos. No al menos con alguien que aplica el “in dubio pro reo” al revés.
Dos veces estuvo preso, o como se dice en lunfardo, en galera. La primera vez lo metieron en un lugar que se llama alcaidía, que es una antesala de la cárcel. Estuvo un par de semanas ahí y una mañana fuimos a verlo. Dos amigos de la secundaria que son abogados, el Dr. Lechón y el Dr. Chiche, y yo. Cuando salimos me puse a llorar desconsolado, como un nene. Me tuvieron que llevar a un bar y darme un vaso con agua. Uno de los dos me dijo: “Viste como movía la boca, como masticaba, eso es por la coca”. Alguna vez le conté esto así, con esas palabras y con la grandeza de lo obvio me dijo: “Hacía varios días que no dormía. Estaba hecho fruta”. Después me contó que le pidió a un juez que le hicieran una rinoscopia cuando quisieran. Los guardias del servicio penitenciario, unos fenómenos según él, le repetían: “Nunca vi unos perejiles como ustedes”. Y el mismo me decía: “Yo al juez lo entiendo. ¿Si alguien manda coca en una toalla, cómo vas a decir que te la dio otro? Si fuera así de fácil, no condenarían a nadie”.
Para que pudiera salir y le dieran una condena en suspenso tuvo que admitir la culpa por un crimen que no cometió (esta frase me recuerda a una serie de los ochenta, creo que era El Mago). Cumplir una condena en suspenso quiere decir que si estornudás fuerte mientras dure el suspenso, vas en cana por la condena original. Eso lo sabe y se porta bien, tan bien que no hace otra cosa que ir de su casa a trabajo y volver, como la canción de los Twist. “Está entero” dijo un amigo, “No le entran las balas” dijo otro. Todos lo queremos ver bien. Y de verdad se lo ve bien.
“Cabezón, deberías dar charlas contando tu historia. A mí en el laburo me hacen escuchar a un rugbier, una leona o al fundador de De La Guarda. Tu historia es increíble. Estás laburando, criaste cuatro pibes que son fantásticos, estás jugando al golf, estás entero”. Me mira resignado, sonríe y se despide con un: “Yo no me acuerdo de nada”.
“OK, yo escribo”.